martes, 9 de julio de 2013

Juventud, Divino Tesoro


La semana pasada en el Taller de Literatura Rocker conversábamos entusiasmadamente sobre el tema de la edad: cómo nos sentimos frente al paso de los  años .Nada profundo, fue una conversación tímidamente surgida entre mates y bizcochitos caseros que había amasado para llevar a casa de Julia.

Hablábamos de los rockers cuando envejecen, de lo bien que la llevan los Stones, Waters y en la posibilidad de que si Kurt Cobain viviera podría ser un señor gordo como Axl Rose (que dicho sea de paso quedó muy lejos de las calcitas blancas).

Yo me jacto de ser Dorian Grey y me esfuerzo para ello: me quito el maquillaje religiosamente antes de ir a la cama, me hago una exfoliación facial  a la semana y nunca, bajo ninguna circunstancia dejo de humectar mi piel después de un baño.

Salto como perro con dos colas si alguien me dice que parezco menos de treinta y siete y aunque lo intente, no logro visualizarme como una “señora” de mi edad.

Pero esta noche tuve un acto de honestidad brutal. Honestidad que me llevó a encontrarme conmigo misma vísperas de un feriado en piyama (de esos piyamas “100% inco”: un pantalón de jogging viejo arratonado que alguna vez fue negro y remera rayada. Para rematarlo una bata polar gris y unas medias de toalla blancas y verde flúo).

Dormía plácidamente cuando me despertó una serie de gritos que venían de la calle. Frente a mi casa había una fiesta, mucha música fuerte (mala, malísima) y muchas hormonas alteradas.

No tengo idea de la edad de los comensales. Supongo que la suficiente para conducir porque en la cuadra no quedaba un solo espacio para estacionar. Lamentablemente para mis oídos, tuve una convivencia cuerpo a cuerpo con el reguetón. Cosa que se terminó cuando empezó el asunto en cuestión; los pibes en  hablaban a los gritos, corrían de una esquina a la otra y las chicas, como  en un ritual se interponían llorando al mejor estilo “Andrea del Boca” en “Estrellita Mía”.

Claro, ninguno de los pibes era Darín, ni un “proyecto de”.

Chicos bien, con autos caros haciéndose los pandilleros VIP se bajaron de un auto y empezaron a tirarle cosas contra la puerta de  la casa del convite.

Ahí me dí cuenta de que tenía que hacer algo (tengo que confesar que temía por la integridad de mi auto estacionado sobre la acera a pocos metros de la contienda).

Así que me calcé las ojotas, reforcé mi abrigo con una manta polar y encaré para la terraza del balcón.

Mientras veía la escena, intenté recordar si alguna vez me había tocado vivir una historia similar en mis años de salida. Negativo.

En mi etapa de estudiante íbamos a bailar o a fiestas en pura busca de contacto físico. De besos, de caricias, de apretar en un sillón hasta que te tenías que ir. Cambiábamos entonces la cerveza o el fernet por una taza potente de café con leche y medialunas gomosas (no había presupuesto para ir a desayunar a  un lugar decente, no siempre).

En mi juventud se buscaba el cuerpo del otro, el contacto, se experimentaba desde el puro sentimiento (o han sabido mentirme muy bien).

Parece ser que la libido ahora la sueltan peleando, tirando cosas, derrapando.

¡Qué desperdicio!

Me parece un acto injusto ese fin de fiesta, me parece absurdo que la noche, la sagrada noche termine de ese modo.

Sentí la obligación moral de hacer algo: así que mi alma de “maestra ciruela” me llevó al borde del balcón a gritar en medio de la madrugada invernal:

-Pendejos pelotudos ¿para qué toman si después no se la bancan?

De repente se hizo silencio, se subieron a un auto y se fueron.

Ahí, justito ahí me dí cuenta de que soy “una señora grande”.

 

 

 

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