La semana pasada en el Taller de Literatura Rocker
conversábamos entusiasmadamente sobre el tema de la edad: cómo nos sentimos
frente al paso de los años .Nada
profundo, fue una conversación tímidamente surgida entre mates y bizcochitos
caseros que había amasado para llevar a casa de Julia.
Hablábamos de los rockers cuando envejecen, de lo bien
que la llevan los Stones, Waters y en la posibilidad de que si Kurt Cobain
viviera podría ser un señor gordo como Axl Rose (que dicho sea de paso quedó
muy lejos de las calcitas blancas).
Yo me jacto de ser Dorian Grey y me esfuerzo para
ello: me quito el maquillaje religiosamente antes de ir a la cama, me hago una
exfoliación facial a la semana y nunca,
bajo ninguna circunstancia dejo de humectar mi piel después de un baño.
Salto como perro con dos colas si alguien me dice que
parezco menos de treinta y siete y aunque lo intente, no logro visualizarme
como una “señora” de mi edad.
Pero esta noche tuve un acto de honestidad brutal.
Honestidad que me llevó a encontrarme conmigo misma vísperas de un feriado en
piyama (de esos piyamas “100% inco”: un pantalón de jogging viejo arratonado
que alguna vez fue negro y remera rayada. Para rematarlo una bata polar gris y
unas medias de toalla blancas y verde flúo).
Dormía plácidamente cuando me despertó una serie de
gritos que venían de la calle. Frente a mi casa había una fiesta, mucha música
fuerte (mala, malísima) y muchas hormonas alteradas.
No tengo idea de la edad de los comensales. Supongo
que la suficiente para conducir porque en la cuadra no quedaba un solo espacio
para estacionar. Lamentablemente para mis oídos, tuve una convivencia cuerpo a
cuerpo con el reguetón. Cosa que se terminó cuando empezó el asunto en
cuestión; los pibes en hablaban a los
gritos, corrían de una esquina a la otra y las chicas, como en un ritual se interponían llorando al mejor
estilo “Andrea del Boca” en “Estrellita Mía”.
Claro, ninguno de los pibes era Darín, ni un “proyecto
de”.
Chicos bien, con autos caros haciéndose los
pandilleros VIP se bajaron de un auto y empezaron a tirarle cosas contra la
puerta de la casa del convite.
Ahí me dí cuenta de que tenía que hacer algo (tengo
que confesar que temía por la integridad de mi auto estacionado sobre la acera
a pocos metros de la contienda).
Así que me calcé las ojotas, reforcé mi abrigo con una
manta polar y encaré para la terraza del balcón.
Mientras veía la escena, intenté recordar si alguna
vez me había tocado vivir una historia similar en mis años de salida. Negativo.
En mi etapa de estudiante íbamos a bailar o a fiestas
en pura busca de contacto físico. De besos, de caricias, de apretar en un
sillón hasta que te tenías que ir. Cambiábamos entonces la cerveza o el fernet
por una taza potente de café con leche y medialunas gomosas (no había
presupuesto para ir a desayunar a un
lugar decente, no siempre).
En mi juventud se buscaba el cuerpo del otro, el
contacto, se experimentaba desde el puro sentimiento (o han sabido mentirme muy
bien).
Parece ser que la libido ahora la sueltan peleando,
tirando cosas, derrapando.
¡Qué desperdicio!
Me parece un acto injusto ese fin de fiesta, me parece
absurdo que la noche, la sagrada noche termine de ese modo.
Sentí la obligación moral de hacer algo: así que mi
alma de “maestra ciruela” me llevó al borde del balcón a gritar en medio de la
madrugada invernal:
-Pendejos pelotudos ¿para qué toman si después no se
la bancan?
De repente se hizo silencio, se subieron a un auto y
se fueron.
Ahí, justito ahí me dí cuenta de que soy “una señora
grande”.
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